Imprescindibles días desapacibles

Llueve sobre el cañón del río Bailón. Y estoy en la cueva del Fraile, hasta aquí he venido bajo las rachas de lluvia, a guarecerme en este abrigo calcáreo, presidido por un tosco busto rocoso, que recuerda a un religioso guardando la cueva. Ni se inmuta en este frío domingo de febrero, cuando han pasado tres. Frente a la cueva, en la otra orilla, dos senderistas con todo empapado y los paraguas cerrados por culpa del fuerte viento. Decididos, en retirada. Antes, empapado también, un corredor por el sendero junto al río. Todos hacia Zuheros.
Escucho, refugiado de las cortinas de lluvia, en este apetecible día desapacible. Una lluvia fría que enardecerá en la memoria un día sofocante. Esta realidad que aumentará de belleza con el recuerdo. Chaparrón tras chaparrón, la mañana da paso a la tarde, bajo este techo de roca. No sé que pájaro  trina, pero llega hasta mí, atravesando el estruendo del torrente crecido del Bailón. Del siseo del viento, a través de las hojas plateadas de los olivos, y que me hiela la nariz, y las puntas de los dedos. La lluvia, mecida como olas, me recomienda permanecer quieto. Los elementos están bravos y envalentonados, un paisaje imprescindible para la evocación. Creo que trinaba un pinzón.

Sigue lloviendo, y el día más que a trozos, se cae a cántaros. Las guirnaldas de lluvia siguen a favor de la corriente del río, y yo también. Dejaré en paz al cernícalo que antes vino buscando refugio y tuvo que irse por mi presencia. Aguanto el paraguas con las dos manos. (9-2-2014)

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